domingo, 29 de agosto de 2010

¿Qué son los Padres de la Iglesia?

A los Santos Padres o Padres de la Iglesia se los menciona constantemente.

Primeramente son mencionados por el Magisterio de la Iglesia (conformado por los Obispos unidos entre sí y, por supuesto, unidos al Obispo de Roma, el Papa).

Luego por estudiosos, teólogos, historiadores, filósofos, aficionados a la lectura y a la cultura de diversas maneras, etc.

¿Qué son en realidad y quiénes fueron los Santos Padres, y cómo no confundirlos con otras acepciones que por extensión parece tener el término?

En el Catecismo de la Iglesia Católica, se los nombra en los fundamentos (lo que correspondería a la rama de la Teología Fundamental en los manuales y cursos), más precisamente en el Nº 78.
Y a su vez el Catecismo se remite a la Constitución del Concilio Vaticano II “Dei Verbum”, sobre la Palabra de Dios, que los cita en su Nº 8.

Teológicamente, cuando hablamos de los Padres de la Iglesia o de los “Santos Padres” (nada tiene que ver con el plural de “Santo Padre”, uno de los títulos con que se designa actualmente al Sumo Pontífice), en sentido estricto y directo, nos referimos a escritores eclesiásticos (filósofos y teólogos) que cumplen con estos requisitos:

1) Doctrina ortodoxa, es decir, recta católicamente, sin error y eminente.

2) Son santos, es decir, están canonizados pública y oficialmente por la Iglesia.

3) Tienen antigüedad en la historia:
Para los escritores orientales, hasta San Juan Damasceno en el año 749. Para los occidentales, hasta la muerte de San Isidoro de Sevilla, en el 636. Es decir, llegan hasta los siglos VII-VIII.

Algunos mencionan también a San Bernardo de Claraval (siglo XII), como “el último de los Padres de la Iglesia”, un título más bien honorífico y no por la antigüedad histórica que mencionamos para occidente, ya que es posterior, pues renovó e hizo presente la doctrina de los Santos Padres. Bernardo también fue declarado Doctor de la Iglesia, y alabado luego en su doctrina por los reformadores Lutero y Calvino.

Éstos, los Padres de la Iglesia o Santos Padres, prácticamente han elaborado la fe de la Iglesia, y la han explicitado y explicado, a partir de los datos de la Revelación: Sagrada Escritura y Tradición Viva –comunicación oral desde la comunidad de Jesús y los apóstoles, y a través de éstos de Obispo en Obispo en la Sucesión Apostólica de los tiempos-, siempre fieles al Magisterio de la Iglesia. Por ello su doctrina es recta y sin error.

Se pueden ver sobre este tema los números 75 al 82 del Catecismo de la Iglesia Católica, y los números 85 y 86.

Ejemplo de ellos son los santos Agustín, Ambrosio, Atanasio, Beda el Venerable, Cirilo y Clemente de Alejandría, Efrén, Gregorio Magno, Ireneo, Jerónimo, Juan Crisóstomo, Juan Damasceno, Justino.

No se los debe confundir con aquellos a quienes la Tradición Viva y el Magisterio de la Iglesia llama “Escritores Eclesiásticos”, que son también escritores de la antigüedad importantes que, aunque valorados y citados, estudiados y mencionados en sus mejores textos en la Liturgia, les falta alguna de las notas señaladas para los Santos Padres: Tuvieron algún error en su doctrina o en su vida, y por lo tanto no están canonizados.

Ejemplo de escritores eclesiásticos son Orígenes y Tertuliano.

Y empleemos también un apartado para distinguir a los Padres de los Doctores de la Iglesia, y de paso decimos algo de lo que éstos son.

a) Los Doctores de la Iglesia, a semejanza de los Santos Padres, cumplen con la nota de estar canonizados, es decir, de ser santos declarados públicamente por la Iglesia.

b) La doctrina de los Doctores es también sin error y eminente, y como todo doctor en su tesis, tiene que ser novedosa en algún aspecto, ya sea en su forma de expresarla o de vivirla.

c) La nota innovadora es que, además, esta doctrina tiene que ser camino de santidad para todos: Desde el Papa hasta el “último laico”: obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos/as, laicos.

De aquí se deduce también que a veces la doctrina de los Santos Padres o Padres de la Iglesia, es entendida y estudiada sólo por expertos en el tema o estudiosos de los mismos, cosa que no sucede con los Doctores.

d) Y a diferencia de los Santos Padres, los Doctores no tienen por qué tener antigüedad en la historia, ya que los hay antiguos y modernos, y por qué no, algunos de los contemporáneos o que caminan o caminaron con nosotros lo serán.

Ejemplos de Doctores de la Iglesia son:

San Juan de la Cruz, con su camino contemplativo, el más fácil y el más corto de todos, lleno de nadas y vacío interior, hermoso de captar en sus Obras, como el “Cántico Espiritual” y la “Subida al Monte Carmelo”.

Santa Teresa de Jesús, maestra de oración, con su “Camino de Perfección” y el libro de las “Moradas”, para la experiencia mística e íntima de Dios, hasta llegar a quedarse con Jesús como esposa en su alcoba.

Santa Teresita del Niño Jesús, con su forma de presentar y vivir la niñez espiritual y el abandono confiado en los brazos del Padre Celestial, plasmado en su vida y expresado en su Autobiografía “Historia de un Alma”.

También lo son San Agustín y otros. Por lo que algunos Santos Padres también son Doctores de la Iglesia, por su novedad de expresión y vida, y porque su doctrina es accesible a todos como camino de perfección.


Gustavo Daniel D´Apice
Profesor de Teología
Pontificia Universidad Católica

sábado, 15 de mayo de 2010

Los Dones del Espíritu Santo.

 

 

Los Dones del Espíritu Santo

Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma, para secundar con facilidad las mociones de ese mismo Espíritu.

Es como un instinto sobrenatural que coloca Dios en la mente y el corazón de la persona que, despojada de sí misma y del apego desordenado a las cosas y a las personas, vacía de sí y de su egoísmo personal, puede sentir las mociones de Dios a través de su Espíritu, y seguirlas dócilmente.

Así como las virtudes cardinales y morales se basan en la razón iluminada por la fe internamente, y son por consiguiente a modo humano, ya que es la persona que actúa iluminada por lo que cree con su inteligencia, secundando esta iniciativa Dios con su gracia, en este caso es Dios quien actúa como causa externa, y la persona quien sigue la moción divina, por lo que los actos que producen los dones ya no son al modo humano, sino al modo divino o sobrehumano.

Su número y su enunciación bíblica.

Los dones del Espíritu Santo son siete, número muy querido en la simbología cristiana para expresar plenitud  y perfección: Siete son los días que Dios creó, siete son los sacramentos que comunican la plenitud de la salvación pascual, siete son las virtudes cardinales más las teologales, siete son los dones del Espíritu Santo que perfeccionan estas virtudes.

Están enumerados en Isaías, capítulo 11, versículos 2 y 3. El don de piedad es un desdoblamiento del don de temor (amor) de Dios, que figura dos veces.

La Vulgata o Biblia latina menciona los siete que conocemos habitualmente.

¿Cuáles son los Dones del Espíritu Santo y cómo actúa cada uno?

Los podemos dividir en dos grandes grupos:

Los que afectan más a la inteligencia especulativa y práctica: Son los dones de entendimiento, sabiduría, ciencia y consejo.

Los que afectan más a la voluntad operativa: Son los dones de piedad, fortaleza y temor (amor) de Dios.

  1. El don de entendimiento o inteligencia permite penetrar en la verdad de las cosas, ya sea divinas y sobrenaturales o naturales y humanas o creacionales.

Capta la esencia de las cosas con claridad y el desarrollo de los razonamientos e ideas humanas, así como en los “razonamientos e ideas” divinas.

Capta la substancia oculta en los accidentes, como a Jesús bajo la apariencia del pan y del vino en la eucaristía.

También ayuda a descubrir los distintos sentidos de la Sagrada Escritura: literal y espiritual, alegórico, moral, escatológico o anagógico.

Y el sentido tipológico, descubriendo en las figuras latentes del Antiguo Testamento la presencia patente de Jesús Resucitado manifestado en el Nuevo.

Capta la esencia espiritual de las realidades sacramentales envueltas en el signo y la figura. Y el simbolismo de toda celebración litúrgica, aunque sea la más insignificante y pequeña, llenando esta captación de ternura y veneración a quien la padece o realiza.

Es todo lo contrario a la ceguera y embotamiento intelectual y espiritual, producidos más que nada por la aplicación carnal de los pecados capitales de la gula y la lujuria (el apego desordenado a la comida y a los placeres sensuales ilícitos para el cristiano).

  1. El don de sabiduría nos permite experimentar las cosas divinas como por un instinto connatural que da el Espíritu Santo a la creatura, y le hace saborear y gustar a Dios manifestado en Jesús.

Contraria a la sabiduría es la necedad en las cosas espirituales, de quien prefiere a la creaturas en vez del Creador, las cosas materiales a las invisibles y eternas, y las cosas carnales a las espirituales y santas, y no observa en lo creatural aquello que conduce a Dios.

Entre los pecados capitales, no hay quienes aparten tanto de la sabiduría como la lujuria, que embrutece y animaliza irracionalmente, y la ira, que ofusca la mente y rencoriza el corazón, impidiendo que la razón discierna con claridad.

  1. El don de ciencia, permite entender sobrenaturalmente a las cosas creadas. Ve el paso de Dios en la creación, en la providencia, en la historia personal  y comunitaria, en la redención constante y en la santificación actual.

Capta el designio de Dios sobre las cosas, sobre la historia, en lo natural ve lo sobrenatural. Ve el bordado por encima de la tela en el telar, y no el entramado de hijos que por debajo aparece. Contempla y ayuda a sacar de los males bienes, y en los mismos males comprende los designios de Creador de todo, que saca bienes de ellos, así como del máximo mal físico y moral, que fue la condena y crucifixión de Jesucristo, sacó el bien máximo de la redención y de la resurrección corporal para Sí y para todo el género humano.

Ve a Dios y sus planes en el mundo sensible y corporal que nos rodea, en los acontecimientos de nuestra historia cotidiana, por más pequeña y aparentemente insignificante que sea, ya que a los ojos de Dios los pequeño e insignificante puede contener los valores perennes del esfuerzo y el amor de la santidad cristiana.

Comprende los “signos de los tiempos” (paso e inspiración de Dios en los valores de la historia), y capta los “síntomas de los tiempos” (los disvalores que los agentes del mal esparcen instigados por Satanás y por su propia inconducta personal).

Relaciona las cosas creadas con el mundo sobrenatural. Y resuelve con facilidad los más intrincados problemas cotidianos, aún en personas incultas y analfabetas.

Como opuesto a este don está la ignorancia, principalmente la ignorancia culpable, que es la que no quiere aprender aquello que le es necesario para su desempeño cristiano en la vida y para la salvación eterna de su alma.

No se debe presumir nunca “que se sabe” lo suficiente, ni colocar constantemente la inteligencia en cosas vanas, inútiles y perniciosas, ni dejarnos seducir por la curiosidad, el chimento y el qué dirán de uno mismo o el  qué dicen de otros.

  1. El don de consejo es el que aplica la inspiración divina a la conducta práctica cotidiana. Discierne los casos particulares que se presentan.

Casos imprevistos, repentinos, difíciles de resolver, los soluciona instantáneamente esta inspiración si es secundada y escuchada por el don que hay en el alma en gracia. La mente y el corazón establecen el “contacto divino” y lo detectan.

Resuelve multitud de situaciones.                                                                                                                                             
 Inspira los medios más oportunos para autogobernarnos y relacionarnos con los demás.

Contrario a este don es la precipitación en el obrar, que no escucha la voz de Dios y pretende resolver las situaciones con la sola luz de la razón natural o la conveniencia del momento.

También lo es la lentitud, pues establecida la decisión del Espíritu, es necesaria la determinación rápida y enérgica de ejecución, antes de que cambien las circunstancias y las ocasiones se pierdan.

  1. El don de piedad es propio de la voluntad, y establece la base del organismo sobrenatural para que actúe la inspiración del Espíritu Santo con relación a Dios, a la familia, a la patria en la que nacimos.

Con referencia a Dios, realiza la experiencia de la filiación, sintiéndonos como por connaturalidad hijos de Dios el Padre, hermanos y amigos de Jesús el Señor y esposos fieles del Espíritu Santo que ilumina y guía nuestras vidas.

Por lo tanto otorga un sentimiento de fraternidad universal, solidaridad, y el instinto de compartir los talentos, dones y bienes que el Señor nos dio.

A la ternura de hijos para con el Padre, la confianza en su providencia amorosa que nos coloca confiadamente en sus brazos, y la solidaridad común con los hijos del mismo, se añade el amor a los padres que nos engendraron, extensivo a toda la familia que componemos en lo natural. Y finalmente el amor a la gran familia patria, aquella en la que nacimos, en donde transcurrió nuestra infancia y nuestra vida, el lugar donde sepultamos a nuestros seres queridos y donde establecemos los lazos sociales de la amistad.

Se opone genéricamente a este don la “impiedad”, o dureza de corazón, para con Dios, para con nuestros padres, nuestra familia, o la indiferencia patria o crítica constante hacia todo ello.

  1. El don de fortaleza enardece al individuo frente al temor de los peligros. Inspira el superarlos, y da una invencible confianza para vencer las dificultades.

Otorga a la persona una energía inquebrantable, principalmente frente a las adversidades que se le quieren imponer, la hace intrépida y valiente para lograr sus objetivos, y hace soportar el dolor y el fracaso con encomiable entusiasmo y jovialidad.

Proporciona también el “heroísmo de las cosas pequeñas”, además, claro está, de las cosas grandes.

Se opone a este don la tibieza en las cosas cotidianas, simples y sencillas, el temor o timidez en las cosas a realizar. También la flojedad y debilidad naturales, así como el apego a la propia comodidad y rutina, que nos impide emprender grandes cosas y nos impulsa a huír de lo novedoso, del esfuerzo, del temor al fracaso y del dolor que pueda sobrevenir.

  1. El don de temor (por amor) de Dios, enardece la voluntad y el apetito contra la concupiscencia o los deseos desordenados, y otorga una extraordinaria capacidad para captar la Voluntad de Dios y ser feliz en ella practicándola.

Otorga una sublime experiencia de la grandeza y majestad del  Dios Omnipotente y Creador.                                        Como creatura, se sumerge en la adoración profunda y contemplativa, más allá de todo y de todos. Porque Lo ama.

No quiere equivocarse en los caminos de Dios (pecar) y se lamenta compungida de las veces en que esto le ha acaecido, y más cuando ha sido ocasión de escándalo (tropiezo) para los demás. Porque Lo ama.

Observa los más pequeños y menores detalles para no tener ocasión de ofender a Jesús. Porque Lo ama.

Se opone principalmente al  don de temor la soberbia que no considera a Dios en su justa dimensión, y que hasta se coloca incluso por encima de Él.

Y la presunción, de quien confía excesiva y desordenadamente en la “misericordia” divina, pensando que cualquier acción ilícita que haga Dios lo va a perdonar por ella (por la “misericordia”), por lo que no tiene escrúpulos (o muy pocos) en realizarla/s (las acciones ilícitas).

 
Gustavo Daniel D´Apice                                                                                                                                                           
Profesor de Teología                                                                                                                                                        Pontificia Universidad Católica                                                                                                       
http://es.catholic.net/gustavodaniel                                                                                
http://gustavodaniel.autorcatolico.org                                                                                        
 http://es.netlog.com/dialogando/blog                                                                                               

 


Los Frutos del Espíritu Santo.



Los Frutos del Espíritu Santo son actos de exquisita virtud.

Así como el árbol produce sus frutos, la persona que se ha ejercitado y entrenado en las virtudes y en la docilidad a las mociones del Espíritu Santo que actúan a través de los dones, produce frutos exquisitos y deleitables, que no son nada más (ni nada menos), que las virtudes actuadas por medio de los dones del Espíritu.

Por lo tanto, los actos producidos no son ya humanos ayudados por la gracia, como las virtudes, cuya ejecución se debe a la razón iluminada por la fe, sino que los frutos son actos sobrenaturales y divinos, fáciles de realizar ya para la persona, y no requieren del esfuerzo acético de las virtudes, sino de la perfección mística de la fidelidad ya corroborada en la recepción de la inspiración del Espíritu Santo a través de los dones.

Por lo que los frutos son la virtudes actuadas por lo dones de manera constante, fácil y deleitosa, a modo divino, sobrenatural o sobrehumano. Se realizan con suavidad y dulzura.

Los dones son su causa, actuando sobre las virtudes. Los frutos son el efecto de la actuación de los dones y de la respuesta fidelísima a las inspiraciones divinas. La persona supo escuchar Su Voz.

Son contrarios totalmente a los deseos desordenados de la carne, que colocan al hombre, varón y mujer, por debajo de su dignidad (Gálatas 5, 19-21); los frutos mueven a lo que está por encima de nosotros, hacia lo más alto.

Perfeccionan y desarrollan al ser humano, sin llegar, sin embargo, a la cumbre de las bienaventuranzas, que trataremos en otro lugar más adelante.

¿Cuántos son los Frutos del Espíritu Santo? ¿Están en la Biblia?

La Biblia latina o Vulgata, traducida por San Jerónimo, menciona 12 frutos del Espíritu Santo. El texto paulino original de Gálatas 5, 22-23 menciona solamente nueve.

Santo Tomás y los Santos Padres, aducen que el Apóstol no tuvo la intención de enumerarlos todos, y mencionan también la cita de Apocalipsis, capítulo 22, versículo 2, donde el relator bíblico habla del río de la vida que produce un árbol con 12 frutos.

El río de vida del Espíritu produce sus doce frutos, que podemos dividir en:

a) En cuanto la mente y el corazón del hombre ordenados en sí mismo: Amor, gozo y paz. Paciencia y longanimidad.

b) En cuanto la mente y el corazón del hombre ordenados respecto a las cosas y personas que están a su lado: Bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad.

c) Respecto de las cosas inferiores, el hombre se predispone bien: en cuanto a las acciones exteriores, por medio de la modestia; y en cuanto a los deseos interiores, por medio de la continencia y de la castidad.


a) La mente humana está bien consigo misma cuando se predispone bien para los bienes y los males.

1. La primera predisposición con respecto al bien es el amor, primero de los Frutos del Espíritu Santo, como dice la carta a los Romanos 5, 5, que el amor de Dios ha sido derramado en nosotros por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
2. Al amor le sigue el gozo de estar en Dios.

3. Y la perfección del gozo es la paz, en cuanto al cese de las perturbaciones exteriores, y al aquietamiento de su corazón en Jesús, descansando en Él como en un todo.

Se calma también por lo tanto el deseo fluctuante que se posa de cosa en cosa, de persona en persona, y solo se posa en el Señor su Dios.
Por lo que nada impide disfrutar de Él.

4. Con referencia a los males, la persona se predispone bien por medio de la paciencia, para no ser perturbada por la inminencia de los males presentes.

5. Y también se predispone bien con referencia a los males, por medio de la longanimidad, no ser perturbada por la dilación en el tiempo en la consecución de los bienes deseados, pues carecer del bien tiene razón de mal.


b) Respecto de las cosas que están junto a sí, y eminentemente de sus prójimos, el hombre se dispone bien:

6. Primero, en cuanto a lo voluntad de hacer el bien, y esto corresponde a la bondad.

7. Luego en cuanto a hacer el bien a los demás, perdonándolos y ayudándolos, que es propio de la benignidad.

8. En cuanto a tolerar sin sobresaltos los males inferidos por estos mismos prójimos, está el Fruto amable del Espíritu Santo de la mansedumbre, que refrena las iras.

9. En cuanto a no hacerle daño al prójimo, no sólo con la ira, sino tampoco con el fraude y el engaño, está el Fruto deleitoso de la fidelidad.


c) En cuanto a las cosas inferiores, el hombre se predispone bien:

10. En cuanto a las acciones exteriores, por medio de la modestia, que pone moderación en los dichos y en los hechos, evitando la afectación o la chabacanería y fanfarronería en el vestir, en el hablar, en el actuar.

11. Y en cuanto a los deseos que pueden ser desordenados en el interior de la persona, actúan los Frutos vigorosos de la continencia, de quien siente las concupiscencias pero no se deja arrastrar por ellas.

12. Y también el Fruto exquisito de la castidad, que no permite que la persona casta sea arrastrada ni padezca los movimientos desordenados de la sensualidad.
Vimos los dones y frutos del Espíritu Santo en el camino de la perfección cristiana.

Corresponden a la vía iluminativa y unitiva de la misma.

En otra ocasión trataremos de las virtudes, propias de los principiantes, que las colocan (las virtudes cardinales y morales) desechando vicios; y de las bienaventuranzas, que es la coronación del camino del organismo de la vida sobrenatural en la vía unitiva, cuando a un paso de la eternidad claman estas personas para que un impulso de amor más intenso arranque su alma de esta tierra y sea llevada al encuentro del amado Jesús más allá de las cosas y del tiempo.

Gustavo Daniel D´Apice Profesor de Teología Pontificia Universidad Católica http://es.catholic.net/gustavodaniel http://gustavodaniel.autorcatolico.org http://es.netlog.com/dialogando/blog
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lunes, 10 de mayo de 2010

Los Dones del Espíritu Santo.



Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma, para secundar con facilidad las mociones de ese mismo Espíritu.

Es como un instinto sobrenatural que coloca Dios en la mente y el corazón de la persona que, despojada de sí misma y del apego desordenado a las cosas y a las personas, vacía de sí y de su egoísmo personal, puede sentir las mociones de Dios a través de su Espíritu, y seguirlas dócilmente.

Así como las virtudes cardinales y morales se basan en la razón iluminada por la fe internamente, y son por consiguiente a modo humano, ya que es la persona que actúa iluminada por lo que cree con su inteligencia, secundando esta iniciativa Dios con su gracia, en este caso es Dios quien actúa como causa externa, y la persona quien sigue la moción divina, por lo que los actos que producen los dones ya no son al modo humano, sino al modo divino o sobrehumano.

Su número y su enunciación bíblica.

Los dones del Espíritu Santo son siete, número muy querido en la simbología cristiana para expresar plenitud y perfección:

Siete son los días que Dios creó, siete son los sacramentos que comunican la plenitud de la salvación pascual, siete son las virtudes cardinales más las teologales, siete son los dones del Espíritu Santo que perfeccionan estas virtudes.

Están enumerados en Isaías, capítulo 11, versículos 2 y 3.

El don de piedad es un desdoblamiento del don de temor (amor) de Dios, que figura dos veces.

La Vulgata o Biblia latina menciona los siete que conocemos habitualmente.

¿Cuáles son los Dones del Espíritu Santo y cómo actúa cada uno?

Los podemos dividir en dos grandes grupos:

Los que afectan más a la inteligencia especulativa y práctica:

Son los dones de entendimiento, sabiduría, ciencia y consejo.

Los que afectan más a la voluntad operativa:

Son los dones de piedad, fortaleza y temor (amor) de Dios.

1. El don de entendimiento o inteligencia permite penetrar en la verdad de las cosas, ya sea divinas y sobrenaturales o naturales y humanas o creacionales.

Capta la esencia de las cosas con claridad y el desarrollo de los razonamientos e ideas humanas, así como en los “razonamientos e ideas” divinas.

Capta la substancia oculta en los accidentes, como a Jesús bajo la apariencia del pan y del vino en la eucaristía.

También ayuda a descubrir los distintos sentidos de la Sagrada Escritura: literal y espiritual, alegórico, moral, escatológico o anagógico.

Y el sentido tipológico, descubriendo en las figuras latentes del Antiguo Testamento la presencia patente de Jesús Resucitado manifestado en el Nuevo.

Capta la esencia espiritual de las realidades sacramentales envueltas en el signo y la figura.

Y el simbolismo de toda celebración litúrgica, aunque sea la más insignificante y pequeña, llenando esta captación de ternura y veneración a quien la padece o realiza.

Es todo lo contrario a la ceguera y embotamiento intelectual y espiritual, producidos más que nada por la aplicación carnal de los pecados capitales de la gula y la lujuria (el apego desordenado a la comida y a los placeres sensuales ilícitos para el cristiano).

2. El don de sabiduría nos permite experimentar las cosas divinas como por un instinto connatural que da el Espíritu Santo a la creatura, y le hace saborear y gustar a Dios manifestado en Jesús.

Contraria a la sabiduría es la necedad en las cosas espirituales, de quien prefiere a la creaturas en vez del Creador, las cosas materiales a las invisibles y eternas, y las cosas carnales a las espirituales y santas, y no observa en lo creatural aquello que conduce a Dios.

Entre los pecados capitales, no hay quienes aparten tanto de la sabiduría como la lujuria, que embrutece y animaliza irracionalmente, y la ira, que ofusca la mente y rencoriza el corazón, impidiendo que la razón discierna con claridad.

3. El don de ciencia, permite entender sobrenaturalmente a las cosas creadas. Ve el paso de Dios en la creación, en la providencia, en la historia personal y comunitaria, en la redención constante y en la santificación actual.

Capta el designio de Dios sobre las cosas, sobre la historia, en lo natural ve lo sobrenatural.

Ve el bordado por encima de la tela en el telar, y no el entramado de hijos que por debajo aparece.

Contempla y ayuda a sacar de los males bienes, y en los mismos males comprende los designios de Creador de todo, que saca bienes de ellos, así como del máximo mal físico y moral, que fue la condena y crucifixión de Jesucristo, sacó el bien máximo de la redención y de la resurrección corporal para Sí y para todo el género humano.

Ve a Dios y sus planes en el mundo sensible y corporal que nos rodea, en los acontecimientos de nuestra historia cotidiana, por más pequeña y aparentemente insignificante que sea, ya que a los ojos de Dios los pequeño e insignificante puede contener los valores perennes del esfuerzo y el amor de la santidad cristiana.

Comprende los “signos de los tiempos” (paso e inspiración de Dios en los valores de la historia), y capta los “síntomas de los tiempos” (los disvalores que los agentes del mal esparcen instigados por Satanás y por su propia inconducta personal).

Relaciona las cosas creadas con el mundo sobrenatural. Y resuelve con facilidad los más intrincados problemas cotidianos, aún en personas incultas y analfabetas.

Como opuesto a este don está la ignorancia, principalmente la ignorancia culpable, que es la que no quiere aprender aquello que le es necesario para su desempeño cristiano en la vida y para la salvación eterna de su alma.

No se debe presumir nunca “que se sabe” lo suficiente, ni colocar constantemente la inteligencia en cosas vanas, inútiles y perniciosas, ni dejarnos seducir por la curiosidad, el chimento y el qué dirán de uno mismo o el qué dicen de otros.

4. El don de consejo es el que aplica la inspiración divina a la conducta práctica cotidiana. Discierne los casos particulares que se presentan.

Casos imprevistos, repentinos, difíciles de resolver, los soluciona instantáneamente esta inspiración si es secundada y escuchada por el don que hay en el alma en gracia.

La mente y el corazón establecen el “contacto divino” y lo detectan.

Resuelve multitud de situaciones.
Inspira los medios más oportunos para autogobernarnos y relacionarnos con los demás.

Contrario a este don es la precipitación en el obrar, que no escucha la voz de Dios y pretende resolver las situaciones con la sola luz de la razón natural o la conveniencia del momento.

También lo es la lentitud, pues establecida la decisión del Espíritu, es necesaria la determinación rápida y enérgica de ejecución, antes de que cambien las circunstancias y las ocasiones se pierdan.

5. El don de piedad es propio de la voluntad, y establece la base del organismo sobrenatural para que actúe la inspiración del Espíritu Santo con relación a Dios, a la familia, a la patria en la que nacimos.

Con referencia a Dios, realiza la experiencia de la filiación, sintiéndonos como por connaturalidad hijos de Dios el Padre, hermanos y amigos de Jesús el Señor y esposos fieles del Espíritu Santo que ilumina y guía nuestras vidas.

Por lo tanto otorga un sentimiento de fraternidad universal, solidaridad, y el instinto de compartir los talentos, dones y bienes que el Señor nos dio.

A la ternura de hijos para con el Padre, la confianza en su providencia amorosa que nos coloca confiadamente en sus brazos, y la solidaridad común con los hijos del mismo, se añade el amor a los padres que nos engendraron, extensivo a toda la familia que componemos en lo natural.

Y finalmente el amor a la gran familia patria, aquella en la que nacimos, en donde transcurrió nuestra infancia y nuestra vida, el lugar donde sepultamos a nuestros seres queridos y donde establecemos los lazos sociales de la amistad.

Se opone genéricamente a este don la “impiedad”, o dureza de corazón, para con Dios, para con nuestros padres, nuestra familia, o la indiferencia patria o crítica constante hacia todo ello.

6. El don de fortaleza enardece al individuo frente al temor de los peligros. Inspira el superarlos, y da una invencible confianza para vencer las dificultades.

Otorga a la persona una energía inquebrantable, principalmente frente a las adversidades que se le quieren imponer, la hace intrépida y valiente para lograr sus objetivos, y hace soportar el dolor y el fracaso con encomiable entusiasmo y jovialidad.

Proporciona también el “heroísmo de las cosas pequeñas”, además, claro está, de las cosas grandes.

Se opone a este don la tibieza en las cosas cotidianas, simples y sencillas, el temor o timidez en las cosas a realizar.

También la flojedad y debilidad naturales, así como el apego a la propia comodidad y rutina, que nos impide emprender grandes cosas y nos impulsa a huír de lo novedoso, del esfuerzo, del temor al fracaso y del dolor que pueda sobrevenir.

7. El don de temor (por amor) de Dios, enardece la voluntad y el apetito contra la concupiscencia o los deseos desordenados, y otorga una extraordinaria capacidad para captar la Voluntad de Dios y ser feliz en ella practicándola.

Otorga una sublime experiencia de la grandeza y majestad del Dios Omnipotente y Creador.

Como creatura, se sumerge en la adoración profunda y contemplativa, más allá de todo y de todos. Porque Lo ama.

No quiere equivocarse en los caminos de Dios (pecar) y se lamenta compungida de las veces en que esto le ha acaecido, y más cuando ha sido ocasión de escándalo (tropiezo) para los demás. Porque Lo ama.

Observa los más pequeños y menores detalles para no tener ocasión de ofender a Jesús. Porque Lo ama.

Se opone principalmente al don de temor la soberbia que no considera a Dios en su justa dimensión, y que hasta se coloca incluso por encima de Él.

Y la presunción, de quien confía excesiva y desordenadamente en la “misericordia” divina, pensando que cualquier acción ilícita que haga Dios lo va a perdonar por ella (por la “misericordia”), por lo que no tiene escrúpulos (o muy pocos) en realizarla/s (las acciones ilícitas).


Gustavo Daniel D´Apice Profesor de Teología Pontificia Universidad Católica http://es.catholic.net/gustavodaniel http://gustavodaniel.autorcatolico.org http://es.netlog.com/dialogando/blog
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domingo, 25 de abril de 2010

Los Atributos de Dios.

 

Los Atributos de Dios.

 

Los Atributos de Dios son perfecciones que manifiestan su esencia. No difieren de ella.

Lo que son sus Atributos son Él mismo, y manifiestan algún aspecto particular y totalizante de su infinito ser, de su infinita esencia y de su inconmensurable substancia.

 

Los Atributos de Dios son la inmensidad, la omnipotencia, la bondad, la benignidad, la misericordia, la sabiduría, la veracidad, la justicia, la belleza, la simplicidad, (no compuesto por nada, espíritu puro), la unicidad, la infinitud (sin límites), la inmensidad, la inconmensurabilidad, la eternidad (sin sucesión de días ni horas, de acontecimientos, en eterno presente), la inmutabilidad (no cambia), inconmutable, inefable, la incomprensibilidad, indecible, innombrable, la singularidad, la felicidad. Además es increado, uno y único, entre otras cosas.

 

Necesidad y libertad: Tenemos que decir que Dios se ama necesariamente a sí mismo y a las cosas distintas de sí libremente, como para crear o no crear el mundo, haberlo hecho de esta manera o de otra distinta, redimirnos de esta forma o de otra.

 

La omnipotencia: Hace al Obrar divino y es un atributo de su voluntad. Dios todo lo puede.

 

De aquí se deriva la Soberanía Universal de Dios, que comprende un dominio ilimitado, tanto de jurisdicción (en todos lados) como de propiedad (en todas o de todas las cosas).

 

En la persona humana requiere la aceptación de la Divina Voluntad (hacer la Voluntad de Dios) para remarcar la armonía universal y hacer valer la omnipotencia divina benéficamente.

 

La bondad: El íntimo ser de Dios es bueno por naturaleza, y ello corresponde también a su voluntad, pero en sí mismo. Posee todas las infinitas perfecciones que le corresponden, por lo que es bueno en sí, y es bueno en relación a los demás porque es capaz de perfeccionar a otras cosas (“el bien es difusivo”, y por ello realiza la creación en el tiempo y en el espacio).

 

La santidad de Dios: Tiene Él una bondad moral esencial, apartado totalmente del pecado, de tal manera que no puede pecar. Además es Fiel, sus pensamientos y sus obras concuerdan plenamente.

 

La benignidad: La benignidad es la capacidad operante de hacer el bien a los demás.

Dios demuestra su benignidad en la infinitud de bienes espirituales y materiales que derrama sobre su creación, en particular el hombre, varón y mujer (creación, conservación, providencia, redención, santificación, resurrección), haciéndolos participar difusivamente de su bondad.

 

La belleza de Dios: Dios es infinitamente bello:

Reúne las tres perfecciones que señala Santo Tomás de Aquino en su grado máximo para que algo sea hermoso:

1) Absolutamente perfecto;

2) la proporción y consonancia de las formas está superada en su absoluta simplicidad, plena de riquezas;

3) la claridad y luminosidad está dada en que siendo espíritu simple y puro, es el ser más claro y luminoso, trascendiendo la hermosura de todas las creaturas.

 

Por ello los seres creados, son más o menos bellos en cuanto más se asemejen a la máxima hermosura y esplendor, que es Dios.

 

La misericordia: Es parte de la benignidad de Dios, en cuanto que aparta de las creaturas que se entregan a Él la miseria de las mismas, y las eleva a una elevada participación en su vida divina, según la capacidad de cada uno. Se asocian la ternura y la amabilidad supremas.

 

No cabe en Él la com-pasión (no puede padecer), sino el efecto de remediar el mal creatural.

 

La justicia: Esencialmente y en lenguaje bíblico, la justicia es la perfección de la santidad, ya vista en Dios.

Sin embargo, según la común definición, es “dar a cada uno lo que le corresponde”, en tiempo y forma.

 

La perfecta justicia distributiva de Dios radica en su misericordia para con todos, a menos que el ser racional se oponga libremente a ella.

Por ello concede gracias naturales y sobrenaturales a las creaturas y recompensa sus buenas obras.

 

La recompensa del bien y el castigo del mal no es obra sola de la justicia divina, sino también de su misericordia, ya que premia por encima de los merecimientos (“el ciento por uno”) y castiga menos de lo necesario.

 

Además, el perdón del pecado no es solo un acto de misericordia, sino también de justicia, porque está como contrapartida por parte del pecador el arrepentimiento y la penitencia.

 

La misericordia es señal del poder y majestad de Dios, ya que tiene piedad de todos porque todo lo puede, y utiliza su poder perdonando y ejerciendo la misericordia.

 

La sabiduría y conocimiento de Dios, o ciencia divina: El Señor tiene una inteligencia infinita. El primer objeto formal de su conocimiento exhaustivo y total es Él mismo.

Se autoconoce plenamente y encuentra en esta contemplación su felicidad suprema.

Secundariamente conoce todas las cosas creadas, pasadas, presentes y futuras, incluso los actos libres de los hombres que realizarán.

 

Esta sabiduría de Dios es creadora, con ella hizo todas las cosas.

Es además ordenadora, pues concede a cada cosa su finalidad y orden., haciendo que alcancen su fin.

Y además es una sabiduría que guía y gobierna todo con suavidad. A esto solemos llamarlo Divina Providencia.

 

La veracidad de Dios: Siendo la Verdad, Camino y Vida, como dice Jesús de Sí mismo, no puede engañarse ni engañarnos.

Es la Verdad absoluta, y en esto echa por tierra cualquier relativismo con relación a ella.

 

La simplicidad: Simple es lo que no es compuesto por parte alguna.

Dios es substancia o naturaleza simple, indivisible por lo tanto en parte ninguna.

No existe en él ninguna composición (de “compuesto”) ni física ni metafísica.

 

Por lo tanto Dios es espíritu puro y absolutamente simple, sin composición alguna de materia, ni de sustancia y accidente, materia y forma, naturaleza y género.

 

Dios Es. Es el que Es: Yahvé.

 

 La unicidad: Dios es único y sólo Él el Supremo. Si hubiera otros dioses, ya no sería el supremo, ni todopoderoso, y sus atributos caerían uno a uno, ya que los mismos son su esencia y se identifican con ella y entre sí.

 

La infinitud, la inmensidad, la inconmensurabilidad, lo ilimitado, lo incircunscripto, lo inabarcable: Dios es infinito. Esto quiere decir que carece de límites témporo-espaciales. Lo abarca todo por su poder de inmensidad y en todas partes está por su omnipresencia, presencia que lo abarca todo. Se encuentra en todo espacio creado.

 

Y se encuentra como causa de su existencia en todo creatura que fue hecha por Él.

Esto produce la conservación de las creaturas, que de lo contrario dejarían de existir.

 

Es inconmensurable (no admite “mensura”, medida), ilimitado, todo lo abarca.

 

Dios es infinito, carece de medida, es inconmensurable, en su inteligencia y voluntad, en su capacidad de conocer, autocontemplarse y amar operativamente.

 

La omnipresencia: Aparte de la mencionada natural y creatural, existe una omnipresencia gracial y sobrenatural, que es la inhabitación divina en el alma de los justos.

 

La eternidad de Dios: En Él no hay sucesión de acontecimientos ni de horas.

No tiene principio ni fin. Un eterno presente es su esencia permanentemente.

 

La inmutabilidad: Dios no cambia como los seres humanos: ni de ánimo, ni de pensamiento, ni de voluntad.

Su inteligencia y voluntad están ancladas en sus designios eternos, que son inmutables, incapaces de cambiar, por su perfección intrínseca.

 

Nunca pasa ni puede pasar de un estado al otro, en cualquier aspecto que se considere:

“Descansa obrando y obrando descansa” (San Agustín)

No deja de ser lo que es para ser lo que no era (cambio).

 

De allí también el término “inconmutabilidad”, en el sentido que no puede mutar, no puede mudar, cambiar, permaneciendo siempre el mismo en todo su ser.

 

La inefabilidad: Dios es inefable, en cuanto nada podemos decir de Él.

Es más, lo que decimos lo decimos por medio de analogías, semejanzas con nuestra vida creatural sumergida en el tiempo y en el espacio, y es más lo que no decimos que lo que podemos decir.

 

Esta incapacidad de expresión que dista entre lo creado y lo increado, lo denominamos “incomprensibilidad”, ya que lo que comprendemos lo hacemos con nuestra limitada capacidad de inteligir.

 

De allí también el término indecible.

¿Qué podemos decir de Él, más que por medio de comparaciones y semejanzas temporales que infinitamente distan de su realidad eterna e inconmensurable?

 

Y por eso le decimos el innombrable.

Por más que en Éxodo 3,15 se haya abajado a decirnos algo de su nombre, la mayoría de Él, que es su misma persona, ya que el nombre se identifica con la persona y la manifiesta, permanece oculto, a descubrir en una “epéctasis” (novedad) permanente en la eternidad, de luz en luz y de gloria en gloria, sin nunca saciarnos plenamente, aunque estaremos saciados, pero con capacidad de más (en esto radica lo novedoso y dinámico del cielo, y no lo estático de la eternidad que a alguno le pareciere).

 

Es increado: Se deriva de su eternidad, sin un antes ni un después, siempre existe en un eterno presente autoposeído.

 

Y su libertad se demuestra ampliamente en la creación, redención y santificación, y en su modo de realizarlas.

 

Tiene la libertad de obrar, y de decidir cómo va a obrar.

 

Contrariamente, necesariamente se quiere y ama a sí mismo, se autoposee y contempla, y en ello encuentra su felicidad suprema.

 

Y sus designios libres creacionales, redentores y santificadores, coexisten en su esencia libre desde toda la eternidad.

 

Gustavo Daniel D´Apice

Profesor de Teología

Pontificia Universidad Católica

Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación

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domingo, 11 de abril de 2010

La comunión en la mano y otras cuestiones litúrgicas.

Algunas cuestiones litúrgicas sobre el altar, las velas, las flores, y la comunión en la mano:



El Altar, el crucifijo, las velas y los santos.
La eucaristía en la mano.


¿Qué simboliza el Altar en el culto católico?


El Altar en el culto católico significa a Jesús Resucitado.

Es el Altar de la Cruz, en donde se produce la Pascua de nuestra salvación.

Es el altar donde Jesús es inmolado, donde se produce el misterio pascual, donde Jesús es crucificado y donde resucita como primicia del rescate de nuestro cuerpo, alma y espíritu.

Es donde están las dos caras inseparables de la misma moneda, del acontecimiento de la Pascua: Jesús crucificado de un lado, Jesús resucitado del otro.

Jesús resucitado, la realidad. Jesús crucificado, el paso hacia la realidad total.

Viene del latín “altare”, que es el lugar propio donde se coloca la ofrenda para la divinidad.

Recordemos que Jesús en su inmolación es sacerdote, víctima y altar:

Sacerdote que ofrece, víctima que se ofrece, y altar donde es ofrecido el sacrificio.

En el altar se ofrece Él mismo a Dios Padre por nosotros.


El crucifijo.


La Cruz con Cristo debe estar en toda celebración litúrgica, sobre el altar o cerca de él, y mirando al Pueblo.

Es una explicitación del significado del Altar y de lo que se celebra en él.

Jesús ya no está en la cruz porque su cuerpo está resucitado, como estarán los nuestros también al final de los tiempos.

Pero ella nos recuerda el amor de dar la vida por los amigos, por cada uno de nosotros, y la posibilidad de unir nuestros sufrimientos amorosamente a los suyos para redimirnos y ayudar a redimir a los demás (Colosenses 1,24), y poder participar y “pasar” (paso, Pascua) de este mundo al Padre en una vida feliz y dichosa sin enfermedad, muerte, luto ni dolor (Apocalipsis 21,4).

Y de que vamos a resucitar como Él.


¿Por qué se saluda al Altar?


El Altar es el Centro de la celebración eucarística de la Misa.

Por eso se saluda al altar en diversas ocasiones, o cuando se pasa delante de él, ya sea para trasladarse en el Templo, proclamar alguna lectura bíblica, etc.

Es besado por por los sacerdotes y diáconos al comenzar la celebración litúrgica, y por quien preside al finalizar.

El incienso, el mantel, las flores y las velas.


Muchas veces se lo inciensa, queriendo así ofrecernos nosotros mismos, con nuestros actos, sufrimientos, alegrías, esperanzas y desdichas, oraciones y sacrificios, a Dios, junto a la víctima que se inmola, y significando el respeto y veneración que debemos a la divinidad allí presente, y como nuestro espíritu se eleva hacia Él en el Altar.

Se lo adorna con flores, significando la alegría de la presencia de Jesús Resucitado en él, y también se lo cubre delicadamente con mantel blanco de gloria para la celebración, y se encienden sobre él velas, que simbolizan a Jesús-Luz, Jesús Luz del Mundo (Juan 8,12), luz de la cual queremos participar y que ofrecemos también al Padre con nuestros espíritus alertas y vigilantes, bien despiertos como en la mañana de Pascua (Marcos 14,38).


¿Por qué se prenden velas a los santos en las Iglesias?


En ciertas ocasiones, fiestas, o solemnidades, solemos encender también velas en las imágenes de los santos, no sólo en las Iglesias, sino también en nuestras casas o grutas, ya sean públicas o privadas.

Significan nuestra oración y nuestro espíritu alerta a la voz de Dios, como que se quiere quedar así y allí.

Nos suplantan en nuestra presencia física y atención y suplen nuestra fragilidad en nuestra atención y permanencia corporal orante.

En el caso de los santos, simboliza que queremos quedarnos allí, con ellos, junto a Dios, como es en la realidad, orando e intercediendo por nuestras necesidades y por las de todo el mundo, dando gracias, alabando y adorando a Jesús, el único mediador entre Dios y los hombres (I Timoteo 2,5), al Padre y al Espíritu.

Nuestra intercesión pone de manifiesto más aún la única mediación universal de Jesús Resucitado ante Dios, a la cual nos unimos y de la cual participamos, resaltándola, así como nuestros sufrimientos amorosamente los unimos a los Suyos, y co-laboramos con nuestra redención y la de nuestros hermanos (Colosenses 1,24), a ejemplo del apóstol Pablo y de tantos seguidores de Jesús a través de los tiempos.


Actualmente recibimos la Eucaristía en la mano, ¿es correcto?


Recibir la eucaristía en la mano es una participación más activa del sacerdocio común de los fieles otorgado en el Bautismo, y demuestra la colaboración del sacerdocio ministerial en nuestra santificación, ya que el sacerdocio ministerial, que tiene una diferencia esencial y no de grado, está al servicio del sacerdocio común de los fieles, y ello lo hace depositando en la mano del cristiano consagrado por el Bautismo las santas especies consagradas.

Las manos, que dan como fruto el pan y el vino con su trabajo, reciben ahora lo que ellas mismas elaboraron y ofrecieron, pero transformadas en el Cuerpo Resucitado de Jesús, con su alma y divinidad; la ofrenda ha sido transubstanciada y retorna transfigurada por las manos del ministro consagrado.

Y reciben los fieles también en sus manos consagradas con todos su ser en el Bautismo, la Eucaristía como en un trono, como en un altar, en el que se deposita la víctima transfigurada, que con toda reverencia es recibida de manos del ministro y colabora activa y no pasivamente en su recepción, de una forma más evidente.

Gustavo Daniel D´Apice
Profesor de Teología
Pontificia Universidad Católica
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